El bellísimo valle del Himalaya estaba inundado de soldados, entrecortado por barricadas de alambres de púas. Las líneas telefónicas estaban cortadas, el internet desconectado. Se arrestó a políticos, se prohibieron los actos públicos.
El primer ministro de la democracia más grande del mundo había impuesto un régimen cuasi-totalitario en Cachemira. Y el país de Narendra Modi respondió con un rugido de aprobación: cuando despojó a Cachemira de su estatus constitucional especial, incluso figuras de la oposición expresaron su apoyo.
Modi, nacionalista hindú desde que cumplió 10 años, había vuelto patas arriba la vida en el único estado indio de mayoría musulmana, en un alarde de fuerza nacionalista para impresionar a sus millones de seguidores.
Y lo aman por ello.
“¡Toda Cachemira es nuestra!”, clamó un manifestante jubiloso envuelto en el chal azafranado de los hindúes durante un festejo en las calles de Nueva Delhi cuando el Parlamento se aprestaba a votar la anulación del estatus semiautónomo de Cachemira.
“Modi ha cumplido una promesa más”, dijo más discretamente Sushanto Sen, gerente retirado de una empresa aeroespacial, residente de la ciudad norteña de Lucknow. “Cachemira es parte de la India, y las normas que rigen para nosotros deben regir para los demás”.
Para sus detractores, Modi es un manipulador autoritario que quiere volver a la India un país declaradamente hinduista. Para sus seguidores, es un asceta incorruptible que no teme decir la verdad: un hombre que conoce la pobreza, pero que, como tantos compatriotas suyos, quiere que el mundo trate a la India con respeto.
Los primeros ministros de la India siempre han sido gente inaccesible e intelectual: gente como Indira Gandhi, descendiente de la dinastía más poderosa del país, o como Manmohan Singh, de rostro inmutable, turbante azul y doctorado en ciencias económicas.
Modi, en cambio, se ha forjado una imagen pública totalmente distinta. Aunque evita la espontaneidad _rara vez habla con la prensa, y la mayoría de sus apariciones por TV son durante discursos y actos públicos_, su imagen es la de un hombre de la calle indio.
Nacido en 1950 en una familia pobre del estado de Gujarat, habla con orgullo de su origen humilde en una casa sin electricidad ni agua corriente.
Está separado de su esposa, con quien lo comprometieron de niño en un matrimonio arreglado, y no tiene hijos. A diferencia de la mayoría de los políticos indios, no está rodeado por un círculo de parientes ávidos de contactos poderosos o contratos rentables. Tiene su partido, el Bharatiya Janata Party (BJP), y su causa, el nacionalismo hindú. Nada más.
Modi fue elegido en 2014 y ha acrecentado su poder con cada elección desde entonces.
El mundo lo ve como un líder asiático crucial. Recibe a jefes de estado extranjeros con cálidos abrazos. Ha hablado ante una sesión conjunta del Congreso en Washington. Salta a la vista que le encanta verse como la encarnación del poderío creciente de la India.
Últimamente ha sido objeto de fuertes críticas, cuando turbas hindúes atacaron a musulmanes y dalits, gente de casta baja conocida anteriormente como Intocables, a los que acusaron de matar vacas, que para los hindúes devotos son sagradas. Algunos de estos autotitulados “gau rakshaks” _protectores de vacas_ tienen vínculos con el BJP u otros grupos nacionalistas.
Modi generalmente responde a los ataques con el silencio.
Adquirió prestigio inicialmente como dirigente del Rashtriya Swayamsevak Sangh (RSS), un grupo nacionalista con millones de seguidores que dio lugar al BJP.
La ideología de Modi se formó inicialmente en el RSS, que ponía el acento en el entrenamiento paramilitar, la oración hindú y el sacrificio personal. El jefe actual del RSS, Mohan Bhagwat, provocó consternación el año pasado cuando dijo que los musulmanes eran bienvenidos en la India, pero insistió que todo el que vivía en el país era hindú.
El hinduismo de Modi, aunque tácito, casi siempre está en exhibición. El yoga y el vegetarianismo tienen escasas connotaciones religiosas en occidente, pero sus conexiones con el hinduismo están claras para los votantes indios, sobre todo cuando los practica un político. Por eso, cuando Modi asume la posición del loto frente a las cámaras de TV en el Día Internacional del Yoga, o habla de los beneficios de la dieta vegetariana, o le pone a un programa estatal de agua potable el nombre del concepto hindú de la energía divina, el mensaje está claro para toda la India: por fin tenemos un líder abierta y orgullosamente hindú.
Shah, su colaborador más estrecho, es considerado el arquitecto de la agenda hinduista del gobierno. Los dos se han pronunciado desde hace años por la anulación del estatus especial de Cachemira, un estado musulmán de bosques de pinos, arroyos de agua clara y tierra altamente fértil.
Su historia moderna se remonta a la partición de 1947, cuando la India británica fue dividida en India, mayoritariamente hindú, y Pakistán, de abrumadora mayoría musulmana. Tras la guerra que siguió a la partición, cuando Pakistán tomó el control de una parte de Cachemira, se enmendó la constitución india para dar al estado derechos especiales de semiautonomía. También se aprobaron leyes que prohíben la radicación de los no cachemiríes.
El estado, dividido entre la India y Pakistán pero reclamado en su totalidad por ambos, se ha visto desgarrado por ciclos de violencia separatista y represión brutal desde fines de los 80, cuando Nueva Delhi amañó las elecciones locales y armas y milicianos paquistaníes empezaron a cruzar la frontera. Unas 70.000 personas han muerto en la violencia.
A lo largo de las décadas se han anulado muchos derechos especiales. Pero conservaban su valor simbólico en la Cachemira india, donde la mayoría de los habitantes desean la independencia o la fusión con Pakistán. La prohibición de ventas de tierras a los no cachemiríes era de importancia especial, como forma de impedir que se modificara la composición de la población.
¿Pero qué sentido tenía anular unas protecciones que en la práctica casi habían dejado de existir? La respuesta de Modi: integrar plenamente a Cachemira en la India, poner fin a la insurgencia y dar impulso al desarrollo.
“Ha comenzado una nueva era”, dijo la semana pasada en un discurso televisado a la nación: el sistema anterior generaba “secesionismo, terrorismo, nepotismo y corrupción generalizada”.
Para algunos detractores de Modi, se trataba de desviar la atención de los problemas económicos, el nivel récord de desempleo y la inversión extranjera decreciente. Pero podría tratarse también de una cuestión de poder.
Más de una semana después del inicio de la represión, la ciudad principal, Srinagar, es un laberinto de barricadas y alambradas de púas. La mayor parte de las comunicaciones están cortadas. Se han producido protestas esporádicas.
“Creo que va a estallar”, dijo el joven político local Shah Faesal. “Es un volcán en potencia”.
Horas después de hablar con The Associated Press, la agencia Press Trust of India informó que las fuerzas de seguridad lo habían arrestado.