COMITANCILLO, Guatemala (AP) — Todas las noches durante casi dos años, Glendy Aracely Ramírez ha orado frente al altar del dormitorio de adobe de sus padres donde, debajo de un crucifijo grande, hay una fotografía de su hermana Blanca. La joven de 23 años murió junto con otros 50 inmigrantes en el tráiler de carga de un contrabandista de personas, en Texas.
“Yo pido a Dios para la salud de mi familia, y de llegar a Estados Unidos un día. Mi mamá pide a Dios para que no va a ver otro accidente”, dijo Glendy, de 17 años, quien ya empacó una pequeña mochila para su propio viaje desde la casa de la familia a 2.700 metros (8.900 pies) sobre el nivel del mar en las tierras altas de Guatemala.
Su “coyote” lo pospuso unos días debido a un estallido de violencia entre los cárteles de droga mexicanos que controlan las rutas de migrantes hacia Estados Unidos, pero ella está decidida.
Decenas de miles de jóvenes de esta región prefieren correr riesgos mortales —incluso repetidamente— que permanecer donde no ven ningún futuro. El viaje fatal de Blanca fue su tercer intento de llegar a Estados Unidos.
“Quiero ir allí, porque aquí no hay oportunidades, aunque mamá dice que voy a sufrir lo que le pasó a Blanca”, dijo Glendy sentada con su madre, Filomena Crisóstomo, en su ordenado patio con piso de tierra. “Me gustaría tener una casa, ayudar a mi familia y seguir adelante”.
El número récord de inmigrantes que cruzan ilegalmente la frontera entre Estados Unidos y México ha convertido la migración en una de las principales preocupaciones en este año de elecciones presidenciales en Estados Unidos. Entre esos migrantes, el grupo más grande de menores no acompañados ha provenido de Guatemala: casi 50.000 de los 137.000 encuentros registrados por las autoridades fronterizas en el último año fiscal.
La mayoría son originarios de pequeñas aldeas en las Tierras Altas guatemaltecas, predominantemente indígenas. Los salarios diarios rondan los 70 quetzales (9 dólares), muy por debajo del supuesto mínimo legal. En pequeñas parcelas de suelo arcilloso y quebradizo —que suele ser la única garantía para obtener préstamos para pagar los honorarios de los contrabandistas de personas, que pueden alcanzar los 150.000 quetzales (20.000 dólares)— muchas familias cultivan maíz y frijoles para comer.
Poco más crece en las laderas escarpadas de las montañas, excepto casas de concreto de varios pisos, exuberantemente decoradas, construidas con remesas de seres queridos en Estados Unidos: recordatorios constantes de lo que es posible si tan solo uno llega “al norte”.
En el pequeño pueblo de Comitancillo, dos murales sirven como un recordatorio diferente: son monumentos para conmemorar a las casi dos docenas de inmigrantes locales que murieron en tragedias masivas recientes. O se asfixiaron en el tráiler en San Antonio, Texas, en junio de 2022, o agentes de policía insubordinados les dispararon y les prendieron fuego en Camargo, México, en enero de 2021.
Pasó menos de una semana desde que los restos de la masacre de Camargo fueron devueltos a Comitancillo para su entierro antes de que el primer miembro sobreviviente de la familia partiera hacia Estados Unidos.
Y con un joven de 17 años que logró llegar a Florida este invierno, ahora al menos un miembro de casi todas las familias ha migrado desde la masacre, dijo el reverendo José Luis González, sacerdote de la Red Jesuita con Migrantes. La única excepción fue un hombre de edad avanzada cuya familia ya estaba al norte de la frontera: murió al tratar de regresar tras ser deportado, agregó González.
“Es un signo evidente que es mayor el miedo a quedarse que de irse”, prosiguió González, quien comenzó a ministrar a las familias afectadas cuando viajaron alrededor de seis horas hasta la capital de Guatemala para realizarse pruebas de ADN para identificar los restos.
Muchas familias le atribuyen el mérito al grupo jesuita de ser la única institución que ha permanecido a su lado, y que viaja regularmente a Comitancillo para brindarles actualizaciones legales —casi una docena de policías fueron sentenciados el otoño pasado en el caso Camargo—, así como asistencia psicológica, humanitaria y pastoral.
En una mañana reciente, unos 50 familiares de personas que murieron ya sea en Camargo o en San Antonio se congregaron para una reunión con el grupo jesuita que incluyó talleres para procesar la depresión y el duelo. La mayoría eran mujeres y niños que hablan mam, una de las dos docenas de lenguas mayas de Guatemala.
Uno de un puñado de padres presentes en la reunión fue Virgilio Ambrocio. La mayor de sus ocho hijos, Celestina Carolina, ganaba menos de 90 dólares al mes como ama de llaves en la Ciudad de Guatemala, la capital, y enviaba la mitad de esa cantidad a casa para ayudar a alimentar a sus hermanos. Así que decidió probar su suerte en Estados Unidos, y murió a los 23 años en el tráiler.
“Esto es el más duro: ¿quién nos va a ayudar?”, dijo Ambrocio mientras el polvo se arremolinaba alrededor de su casa. Su esposa, Olivia Orozco, lloró en silencio mientras sostenía una fotografía enmarcada de Celestina, sonriente.
El principal impulsor de la migración en los últimos 10 años es la imposibilidad de conseguir empleos para pagar las necesidades más básicas, dijo Ursula Roldán, investigadora de la Universidad Rafael Landívar en la Ciudad de Guatemala. Esto es exacerbado por las deudas en las que incurren las familias para pagar a los contrabandistas de personas, cuyo pago requeriría 10 años de salarios del país, lo que hace crucial llegar a Estados Unidos y enviar remesas de remuneraciones mucho más altas.
La creciente violencia en las regiones mexicanas fronterizas con Guatemala también empuja a más migrantes a dirigirse a Estados Unidos en lugar de conseguir allí trabajos agrícolas estacionales. Y el cambio climático afecta incluso a la agricultura de subsistencia.
En su casa de una sola habitación cerca de Comitancillo, Reina Coronado trató de convencer a los ocho hijos que tuvo desde que se casó, a los 16 años, de que no tenían que arriesgar sus vidas.
Algunos se fueron al norte de todos modos, incluida Aracely Florentina Marroquín, de 21 años, quien había terminado la secundaria como Blanca y, como ella, sentía que había desperdiciado el dinero de su familia en estudiar porque ni así podía conseguir un trabajo profesional.
Lo último que le dijo a Coronado fue que iría sólo por cuatro años y enviaría dinero para construir una cocina, para que no tuviera que hacer tortillas a fuego abierto. Luego vino la llamada de Texas que hizo llorar a Coronado durante meses. Hoy, encuentra algo de consuelo en el cuidado de dos hijas pequeñas que aún viven con ella y los animales que cría.
“Aunque cuesta uno tiene que luchar, salir la vida más adelante”, dijo Coronado. “Voy a trabajar y así se me va el día y los momentos difíciles. Hay veces llorando lo hago, pero confiamos en nuestro papá Dios”.
Marcelina Tomás también ora por fortaleza desde que su hijo mayor, Anderson Pablo, fue asesinado en Camargo, y especialmente en los últimos meses desde que su hermano menor, Emerson, de 17 años, también partió a Estados Unidos.
Anderson estaba en tercer básico (noveno grado) cuando llegó la pandemia y comenzó a trabajar en el campo junto a su padre. Sus salarios de alrededor de 6 dólares por día eran suficientes para comprar diariamente tortillas para la familia de 11 personas, pero no algo para acompañarlas, dijo Tomás. Así que ella y su esposo acordaron ayudar a Anderson a conseguir préstamos para cubrir los 16.000 dólares de la tarifa de contrabando de personas.
Doce días después de que Anderson, de 16 años, abandonara su casa cerca de Comitancillo, la noticia de la masacre de Camargo llegó a través de las redes sociales. Embarazada de su décimo hijo, Tomás, de 37 años, tuvo que dejar a sus hijos con familiares y pasar por primera vez una noche fuera de casa para someterse a pruebas de ADN en la capital que permitieron identificar y enterrar los restos parciales de Anderson.
“Solo Dios sabrá qué pasó. Todo por querer salir adelante”, dijo Tomás. Él “era mi confianza y se portaba bien con sus hermanitos”.
Anderson había disuadido a Emerson de irse y le dijo que debería continuar en la escuela un poco más. Según Tomás, Emerson quedó desconsolado tras la muerte de su hermano. Se matriculó en la escuela secundaria, pero pronto la dejó para trabajar en un campo de patatas.
Alrededor del tercer aniversario de la muerte de Anderson, Emerson dijo que quería emigrar porque muchos otros jóvenes también se habían ido. Tomás le recordó lo que le ocurrió a Anderson, la tragedia de San Antonio, los hijos de los vecinos que murieron en los desiertos fronterizos o en accidentes laborales en Estados Unidos.
“‘No’, me dijo. ‘Voy a ir’. Y se fue”, refirió Tomás junto al altar donde hay tres fotografías de Anderson junto a un crucifijo, con una vela encendida y un jarrón con “cartuchos” (alcatraces).
El sueño de Anderson era ganar lo suficiente para trasladar a la familia de su casa de adobe de una sola habitación a una de concreto con espacios separados para sus padres, sus hermanos y sus hermanas. Ahora viven en una casa así, construida con donaciones recibidas después de su muerte.
Pero nadie duerme en la habitación donde está el altar. La mantienen como la habitación de Anderson.
La cobertura religiosa de The Associated Press recibe apoyo a través de la colaboración de la AP con The Conversation US, con financiamiento de Lilly Endowment Inc. La AP es la única responsable de este contenido.
(Foto AP/Moises Castillo)
BY GIOVANNA DELL’ORTO