Para su fortuna, los hechos la pelea tras el Valencia-Getafe sucedió en un campo de fútbol, esa especie de aguas internacionales en las que todo está permitido, y no en un restaurante.
Trece años se cumplieron el pasado 19 de Noviembre de los graves incidentes que abochornaron a la NBA ante los ojos de medio mundo y cambiaron la liga para siempre. Aquella brutal pelea, que comenzó sobre el parqué del Palace de Auburn Hills y se trasladó a las gradas, fue bautizada por los medios de comunicación como si de una nueva entrega de la rivalidad entre Muhammad Ali y Joe Frazier se tratara (Malice in the Palace) pero ahí se terminaron las concesiones literarias a tanto sonrojo. Tan solo dos días después, la NBA anunciaba unas sanciones históricas que sumaban 146 partidos de suspensión y más de 11 millones de dólares en multas repartidas entre nueve jugadores, cinco de los Indiana Pacers y cuatro de los Detroit Pistons. A estas hubo que sumar las condenas por desorden público y agresión contra Ron Artest, Stephen Jackson, Jermaine O’Neal, Anthony Johnson y David Harrison dictadas por la justicia ordinaria.
Esta misma semana, en contraposición, el fútbol español nos ha dejado una nueva muestra de violencia intolerable —ya veremos si tolerada— entre empleados del Valencia y el Getafe. Digo empleados porque, en ocasiones, conviene despojar a los deportistas de cualquier glamour para comprender mejor el carácter camorrista, incluso criminal, de algunos actos. Un rápido repaso al acta, redactada por el colegiado Estrada Fernández, nos enfrenta a unos hechos que, de manera inequívoca, situaría a los aludidos fuera de la ley si nadie hace nada para remediarlo. “Una vez finalizado el partido y entrando al túnel de vestuarios”, escribe Estrada sobre Damián Nicolás Suárez, “da un codazo a un miembro del Valencia CF que vestía ropa del club y justo después golpea en el rostro a otro miembro diferente. Posteriormente dentro del túnel, se dirigió a mi asistente Nº1 mientras le golpeaba con su dedo índice en el pecho de manera reiterada y amenazándole”. Para su fortuna, los hechos relatados sucedieron en un campo de fútbol, esa especie de aguas internacionales en las que todo está permitido y no en un restaurante, una zapatería o su propia casa.
“Mi vida está en sus manos”, suplicaba el árbitro a un teniente de la policía armada que lo escoltaba al descanso de aquella histórica victoria del Pontevedra frente al Real Madrid, en el viejo Pasarón. La anécdota la cuenta el periodista Xabi Fortes siempre que se tercia la ocasión, entre otras cosas porque el militar en cuestión era su padre. “Yo diría que más bien está en las suyas”, contestó Don Xosé Fortes en clara alusión al discutible arbitraje que estaba perpetrando el colegiado aquella tarde. La anécdota tiene su gracia porque nos remite a un pasado, casi remoto, en el que la violencia permanecía enquistada en una sociedad que venía de hacer la guerra y percibía este tipo de incidentes como algo folclórico. Pero ya no.
Por eso convendría que las autoridades competentes, no solo las deportivas, hicieran entender a los futbolistas que su condición de héroes del pueblo no les exime de cumplir la ley. Y porque una brutal pelea no deja de serlo por vestir sus protagonistas colores vistosos y denominarla —aficionados y periodistas— tangana, que es una forma muy castiza de referirse a la violencia de andar por casa: la propia del fútbol, sí, pero también alguna otra que, cada día que pasa, parece avergonzarnos cada vez menos.