FLINT, Texas, EE.UU. (AP) — Se asomó fuera de la carpa en un festival de verano de una pequeña ciudad, con la esperanza de que alguien se detuviera a preguntarle por sus tatuajes, su camiseta, las fotos enmarcadas de su hijo que había colocado en una mesa al fondo del puesto expositor.
Barbie Rohde se ha convertido en una especie de pancarta ambulante de esta causa. Considera que debe pronunciar estas palabras, por más que a veces sacudan a la gente que se detiene en su stand: “suicidio de veteranos”.
Un hombre con gorra del ejército retrocedió y se alejó. Su mujer dijo que ella lo lamentaba; él sufre trastorno por estrés postraumático y le cuesta hablar de ello.
“Me preocupo por él y por nosotros todos los días”, dijo.
Rohde buscó debajo de sus mesas de exhibición, agarró un candado para pistolas y lo envolvió en un pañuelo azul, impresa con el número telefónico de la línea de crisis del Departamento de Asuntos de Veteranos (VA, por sus siglas en inglés): “llame al 988, pulse 1”.
“Aquí tienes un obsequio”, dijo, y lo metió discretamente a la bolsa con las dos camisetas que la mujer había comprado.
Rohde dirige el capítulo más activo de una organización sin fines de lucro llamada Mission 22, cuyo objetivo es el de poner fin al flagelo del suicidio de militares y veteranos, por el que miles mueren cada año, a un ritmo muy superior al de la población en general. Tres cuartas partes de los que se quitan la vida utilizan armas de fuego.
Uno de ellos era su hijo de 25 años, el sargento del ejército Cody Bowman.
Durante décadas, los debates sobre la prevención del suicidio evadían cuestiones espinosas sobre las armas de fuego, según los expertos, y el Ejército no ha aplicado medidas que pudieran resultar controvertidas. Pero entre los investigadores, el VA y personas ordinarias como Rohde se ha ido imponiendo una convicción cada vez más arraigada: si Estados Unidos quiere abordar en serio la prevención de una epidemia de suicidios, entonces debe encontrar la forma de honrar a los veteranos, respetar su derecho a poseer un arma, pero mantenerla alejada de sus manos en sus días más oscuros.
Rohde viaja a pueblos de todo el este de Texas, conservador y amante de las armas. En este festival, el stand del Cuerpo de la Infantería de Marina estaba subastando un fusil AR-15 con el fin de recaudar fondos para una organización de beneficencia para niños. Ella pasó delante de un puesto de juguetes, donde un artículo popular era una versión de plástico de ese fusil. Se detuvo a visitar a un amigo que reparte candados para armas gratis a quienquiera que compre sus camisetas, algunas de apoyo al expresidente Donald Trump, otras que declaran: “Dios. Armas. Café”.
Por estos rumbos la gente cree firmemente en la Segunda Enmienda constitucional, que las armas son fundamentales para la identidad de la nación y que las armas protegen a sus familias. Y Rohde también cree eso... excepto que, a veces, la herramienta que piensas que te protegería podría ser lo que te destruya.
Rohde cuenta su historia a quien quiera escucharla: ella había estado preocupada por su hijo. Había perdido la mayor parte de su mano izquierda en un accidente durante un entrenamiento. Le dijo a su madre que no sabía si podia seguir su carrera militar, y que lo único que siempre había querido ser era soldado. Le pidió sus pistolas, que ella había estado guardando. Ella titubeó. Pero eran suyas, y esto es Texas.
Luego, un día, regresó a casa de su trabajo de mesera. Escuchó un automóvil, miró por la ventana y vio que unos hombres con uniforme militar se dirigían hacia su casa.
“Su hijo, el sargento Cody Bowman, murió por una herida de arma de fuego autoinfligida”, le dijeron. Durante el resto del día, Rohde se sentó en el suelo y gritó.
No comió durante seis días. Decidió que quería estar con su hijo.
Se sentó en el sofá, trituró somníferos, los puso en una cerveza Blue Moon y se la bebió. Supone que inconscientemente no quería morir, porque le llamó a un amigo, que alertó a su marido y ella se despertó en el hospital.
Es por eso que no está de acuerdo cuando la gente dice que, si una persona no tiene un arma, encontrará otras formas. Ella lo intentó, y vivió.
Su hijo no tuvo esa segunda oportunidad.
Ahora la vida de ella está dedicada a este trabajo voluntario, para que cuando visite la tumba de su hijo pueda susurrar todas las cosas que ha hecho en su nombre, para evitar a otra madre esta agonía, para que él se sienta orgulloso de ella.
“Me alegra que yo no tenía una pistola. Porque si hubiera tenido una, creo que habría terminado el trabajo. Necesito estar aquí; aún tengo mucho que hacer”. dijo.
“Y deseo que Cody no hubiera tenido un arma”.
Barbie Rohde es conservadora, simpatizante devota de Trump. No le gustan las frases como la de “control de armas”, y no cree en las restricciones obligatorias a las armas. Pero piensa que es necesario hacer algo más.
“De verdad creo que tener un acceso tan inmediato a las armas es un gran problema; el fácil acceso para nuestros militares que están sufriendo”, dijo. “Esa no es una opinión muy popular. Y no me importa porque eso es lo que creo”.
Ahora otros creen esto también.
El VA invitó a Joe Bartozzi, presidente de la Fundación Nacional de Deportes de Tiro, a hablar a los profesionales sanitarios en una conferencia sobre el suicidio en 2020. Bartozzi estaba nervioso. Le preocupaba que las cosas pudieran degenerar en los debates encendidos a los que se ha acostumbrado: o las armas son malas o las armas son geniales, y no hay un término medio.
Pero no fue así. Los médicos querían saber de verdad sobre las armas de fuego, cómo hablar con los pacientes sin que pareciera que les estaban quitando sus armas, y sobre qué podía hacer la industria de las armas para ayudarles.
“Es un gran cambio para nosotros el hablar tan directamente acerca de las armas de fuego”, dijo Matt Miller, que dirige la iniciativa del VA para la prevención del suicidio. Los datos se habían vuelto demasiado obvios para seguir ignorándolos: la inmensa mayoría de las personas que intentan suicidarse no mueren. Una pequeña fracción, sólo alrededor del 5% de las personas que intentan suicidarse, utiliza un arma de fuego. Pero las armas son mortales casi siempre, por lo que acaban representando más de la mitad de las muertes por suicidio. En el caso de los veteranos, la cifra se eleva al 75%.
Los expertos dicen que las experiencias traumáticas en la guerra influyen en que los veteranos tengan una tasa de suicidio 1,5 veces mayor que otras personas. Sin embargo, incluso los que no tienen antecedentes de combate mueren por suicidio en una proporción mucho mayor. Lo que tienen en común, según los investigadores, es una demografía especialmente vulnerable al suicidio: hombres predominantemente blancos con acceso a armas de fuego y familiarizados con ellas.
Las fuerzas armadas le encargaron a un grupo de investigadores la tarea de recomendar soluciones. En febrero, esa comisión publicó un informe de 115 páginas, el cual incluía medidas de seguridad como periodos de espera en las instalaciones militares y elevar a 25 años la edad mínima para que los soldados puedan comprar armas.
“No estamos tratando de quitarle las armas a la gente, sino de evitar que se maten”, dijo el doctor Craig Bryan, veterano de guerra y psicólogo de la Universidad Estatal de Ohio que formó parte del panel. “Yo digo que es posible valorar los derechos de la Segunda Enmienda y también estar dispuesto a prevenir el suicidio. Esas dos cosas pueden coexistir”.
Pero el Departamento de Defensa decidió no respaldar las restricciones a las armas, y en lugar de ello creó otro panel para estudiarlas.
Los suicidios con armas de fuego en Estados Unidos alcanzaron un máximo histórico el año pasado, según halló la Universidad Johns Hopkins. El debate sobre las armas suele centrarse en los homicidios y las masacres, pero los suicidios representan más de la mitad de las muertes por arma de fuego en el país. Cambios en las políticas —como la exigencia de permisos, los periodos de espera o las leyes de señales de alarma— de hecho contribuyen más a prevenir los suicidios que los homicidios, dicen investigadores.
El mayor error, dijo Bryan, es creer que las armas no son el problema. Si alguien no tiene un arma, asume la gente, encontrará otra forma de acabar con su vida.
El suicidio es un acto impulsivo. Las investigaciones han demostrado que tres cuartas partes de las personas pasan del pensamiento a la acción en menos de una hora. Para el 24%, son menos de cinco minutos.
“Y lo que buscan es lo que mejor predice si vivirán o morirán”, señaló Bryan. Las sobredosis intencionales, por ejemplo, acaban en muerte en el 2% de los intentos: es algo lento, hay tiempo para pedir ayuda. Las personas con pensamientos suicidas, si se les da la oportunidad de cambiar de opinión, suelen hacerlo, agregó.
Cuando el Distrito de Columbia puso barreras en un puente desde el que muchos saltaban, algunos se burlaron: había otro puente a la vista; la gente simplemente saltaría desde allí en su lugar. Pero no lo hicieron. Los suicidios desde puentes se redujeron casi a cero. En el Reino Unido, un fármaco en concreto se convirtió en una forma habitual de suicidio. Los legisladores obligaron a modificar el envase, haciendo que abrirlo requiriera más tiempo. Los suicidios se redujeron drásticamente.
Bryan la llama “inconveniencia estratégica”.
El VA trabaja ahora con el grupo de cabildeo sobre armas de Bartozzi; instalan puestos de prevención del suicidio en las ferias de armas, alientan a las armerías y campos de tiro a ofrecerse para almacenar armas de fuego en tiempos de crisis, fomentan el almacenamiento responsable en casa... cualquier cosa, dijo Bartozzi, para “poner distancia entre el pensamiento y el gatillo.”
Es por eso que Barbie Rohde mete subrepticiamente candados para armas en las bolsas de sus clientes. Un representante del VA le dijo que conocieron a una mujer soldado que había decidido acabar con su vida y buscó su pistola. Pero tenía el candado puesto. Para cuando encontró la llave, el impulso de suicidarse ya se le había pasado. Decidió seguir viva, y los oficiales militares no tuvieron que tocar a la puerta de sus padres y repetir el horrible guion que Rohde soportó.
Pero en Kingsport, Tennessee, la familia Fox escuchó el automóvil ingresar a la entrada de su casa.
“Su hijo, Parker Gordon Fox, fue encontrado muerto en su casa esta mañana de una aparente herida de bala autoinfligida”, dijeron.
Su madre gritó.
”¡No mi hijo! ¡No mi niño! No mi bebé!”
Cuando era niño, pretendía ser un superhéroe. Se ataba una manta al cuello como si fuera una capa. Tenía 4 años cuando nació su hermanito, y cuando llegaron en coche les recibió tendiéndoles otra capa para que se la pusieran al bebé.
Fue diminuto por mucho tiempo. Cuando empezó a ir a la secundaria, no llegaba al metro y medio (5 pies) de estatura y pesaba menos de 45 kilos (100 libras). Era querido, y sus amigos le defendían de los alumnos agresores. Sus padres, Brenda y David Fox, se preguntan si eso fue lo que lo atrajo a las fuerzas armadas: una vez que se hizo grande y fuerte, necesitaba defender a otros como él había sido defendido.
Parker tenía 19 años cuando les dijo a sus padres que quería alistarse en el Ejército, en 2014, y su madre intentó que no la viera llorar.
A medida que pasaban los años, les contaba a sus padres de compañeros militares que se habían quitado la vida. Ellos le preguntaban si él estaba bien. Y él solía responder: “Tengo días malos, pero todo el mundo tiene días malos”. Y esa parecía la respuesta que ellos esperarían.
En 2020 no se vieron mucho debido a las restricciones por el COVID-19. Él era entrenador de francotiradores y estaba emplazado en Fort Moore, antes llamado Fort Benning, en Georgia, a unas seis horas de distancia.
Obtuvo un permiso en julio de 2020 y los visitó durante un fin de semana. Algunas personas les han preguntado a sus padres si ahora creen que vino a despedirse. Pero él hablaba de su futuro, de dejar el ejército, de volver a la universidad, adquirir una casa. Se fue el domingo por la tarde y su padre le envió un mensaje bromeando sobre la cerveza que había dejado en la nevera, la cual tenía sabor a toronja. Me gustaría que hubieras dejado una cerveza mejor, le dijo su padre, y Parker respondió riendo.
Más tarde se enterarían de que ya estaba bebiendo con unos amigos. Esa noche estrelló su coche, con un amigo en el asiento del copiloto. Nadie resultó herido, pero él estaba borracho y se sentía avergonzado. Le dijo a su amigo: “Podría haberte matado”. Se fue a casa y siguió bebiendo.
“No es que una persona como él sea vulnerable todo el tiempo”, dice su padre. “Son vulnerables durante esos momentos bajos, bajos, bajos”.
Su compañero de piso lo encontró muerto en su cuarto de baño. Tenía 25 años.
Dejó una nota.
Empezó con buena letra, pero luego se volvió más frenética.
“Tengo que hacer esto rápido porque tengo muchos amigos que me detendrían”, escribió.
Esa es la parte que más les destrozó: tenía que ser rápido, o alguien le habría salvado.
“Si no hubiera tenido esa pistola, ¿seguiría con nosotros? Por supuesto”, dice su madre. “Lo creo en el fondo de mi alma. Habría aguantado hasta la mañana y habría dicho: ‘Dios, ha sido una mala noche, pero hoy estoy aquí y sigo adelante’”.
Un familiar llamó para preguntar "¿qué le estás contando a la gente?”. Había una implicación: esto era vergonzoso, había que ocultarlo.
Decirle a la gente la verdad, dijeron.
“Nunca hubo vergüenza. Estoy muy orgulloso de mi hijo, del chico y del hombre que era. No tengo ni una onza de vergüenza por él. Tengo remordimientos”, dijo David Fox.
Su congresista se enteró y llamó. Les dijo que estaba patrocinando una ley para abordar el suicidio de veteranos —en organizaciones comunitarias fuera del VA— y les preguntó si podía poner el nombre de su hijo en ella. A Brenda Fox siempre le encantó oír el nombre de su hijo. Luego fue pronunciado en el pleno del Congreso. Organizaciones que han recibido subvenciones —de Alaska, Oklahoma, Wisconsin, Georgia— se han puesto en contacto con ellos.
Los Fox no se consideran políticamente activos. Pero piden a las fuerzas armadasy a los políticos que encabecen un cambio cultural en la forma en que el país habla de las armas, que consideren aplicar restricciones razonables, que entrenen a los soldados sobre cómo alejar un arma de un compañero en crisis.
“Todo el mundo está siempre gritando: ‘¡me estás quitando mis armas!’, o: '¡no necesitamos ninguna arma!”, dice Brenda. “No hay soluciones fáciles, y lo sabemos. Pero los pensamientos y las oraciones no están acabando con el problema”.
Este mes, el Ejército publicó su primera gran doctrina de prevención del suicidio, tras años de retrasos. Fue criticada por no incluir orientaciones claras sobre cómo deberían actuar los soldados cuando alguien de sus filas está enfrentando una situación de sufrimiento.
Son conversaciones difíciles de entablar.
Hace años, Jay Zimmerman, un especialista en colegas del VA, habló con un amigo que había estado en servicio con él y que estaba atravesando un momento difícil. Zimmerman hizo lo que le habían enseñado en el VA: hablar sobre tratamiento de salud mental, utilizar un lenguaje delicado.
“Pero ni una sola vez se me ocurrió decirle: ‘oye, ¿qué haces con tu arma de fuego? ¿Dónde está tu pistola ahora?’”, dijo. “Y más tarde esa misma noche recibí la llamada de su esposa diciéndome que se había suicidado”.
Desde entonces nunca ha dejado de hacer esa pregunta.
Zimmerman es de los Apalaches de Tennessee, no muy lejos de donde creció Fox. Las armas forman parte de la vida. Zimmerman solía dormir con dos pistolas debajo de la almohada. Ahora alienta a los veteranos a los que asesora a calibrar la seguridad y el riesgo de otra manera: a veces, la amenaza inmediata es interna, y tener una pistola en la mesilla de noche no te da más seguridad; te pone en peligro.
David Fox se ha pasado semanas dándole vueltas a este problema. En Facebook escribió: “Por favor, si alguna vez tienes un pensamiento suicida, dale tu arma de fuego a un amigo. Podrías pensar que estás bien ahora mismo, pero eso puede cambiar en un instante, como en una noche de copas, un accidente automovilístico”.
Cuando revisaba las pertenencias de su hijo, lo que más le dolía eran las pequeñas cosas: linternas, cortadoras de césped, evidencia de que estaba construyendo una vida.
Y estaba la pistola que había usado para acabar con la suya. Odiaban esa pistola: no querían conservarla, pero tampoco querían que anduviera circulando por el mundo.
David cogió un mazo y la sacó al jardín.
La destrozó en 20 pedazos.
Una mujer joven entró al stand de Barbie Rohde y dijo que sentía que se le estaban acabando las opciones.
“Tengo miedo todos los días, todo el tiempo”, dijo.
El marido de la mujer es un infante de Marina que perdió a siete personas cuando su batallón fue a la guerra. Siente que no merece haber logrado regresar a casa.
Tiene decenas de armas, dice. A veces se sentaba sobre la puerta trasera de su camioneta, con una en la mano y bebiendo. Más de una vez, cuando bebía tanto que se desmayaba, ella llamaba a su madre y le decía: “tenemos que sacar estas armas de la casa”. Las recogieron y las encerraron en un remolque, y su madre se llevó la llave. Él se enfadó con ella las dos primeras veces. Pero luego lo entendió.
Empezó a ir a un programa de recuperación del alcoholismo, y le asignaron un tutor, una persona que ha vivido su misma lucha, disponible a todas horas del día. ¿Por qué, le preguntó a su esposa, las fuerzas armadas le ofrecen esto también, ya que saben que los soldados confían en sus compañeros de batalla?
El estrés la ha desgastado, dijo su esposa. Ella pasó una semana en un centro de salud mental.
“Es un infierno, de verdad”, comentó.
Se llevó una tarjeta de visita de Rohde con su número de celular, y ella contesta todas las llamadas, a cualquier hora del día.
Rohde descubrió la organización sin ánimo de lucro Mission 22 poco después de la muerte de su hijo y ahora casi no hace otra cosa. Ella y su marido, Robert, han recorrido más de 320 mil kilómetros (200.000 millas) con su coche. Se instalan en festivales de todo Texas para vender camisetas, gorras y llaveros destinados a recaudar fondos para esta organización benéfica que ofrece programas para veteranos en dificultades.
Pero en realidad, Rohde siente que está ahí para ofrecer una red de seguridad a cualquiera que se cruce en su camino. Han llegado a conducir cinco horas para recoger a un veterano y llevarlo a rehabilitación. A menudo se enteran de casos de noticias de esposas y madres que se sienten desamparadas, como le ocurrió a Rohde.
Ella había pedido ayuda, llamándole a la base militar donde estaba su hijo para decirle a sus comandantes que le preocupaba que pudiera lesionarse a sí mismo, y que tenía armas. No creía que su hijo fuera a entregar las armas si ella se lo pedía, pero era un “soldado de un soldado” y cree que se las habría dado a un compañero.
En lugar de eso, le dijeron que ella había llamado, y él estaba furioso con ella.
Se disparó en su camioneta en la base del ejército Fort Sam Houston, en San Antonio.
“Me arrepiento mucho, siento mucha rabia por eso”, dice Rohde. “Es necesario que haya una red, un sistema de apoyo, para decir: ‘estás pasando por algo, deja que me quede con tus armas’”.
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Observaba a la gente pasar junto a su stand y ni siquiera echar un vistazo. A veces quiere agarrarlos y sacudirlos, exigirles que se enfaden por esto, decirles que el próximo podría ser su hijo.
“Todo el mundo piensa que no le puede pasar a ellos hasta que les pasa. Yo era una de esas personas”, explica.
La organización sn fines de lucro para la que trabajan como voluntarios ha cambiado recientemente su logotipo. Antes decía: “Unidos en la guerra contra el suicidio de veteranos”. Ahora dice: ”’Comunidad de Familias de Veteranos”. Rohde lo odia.
“Necesitan decir la palabra: suicidio”, señaló. “Esa es la dura verdad que necesita estar visible allá afuera”.
Rohde lleva tatuado el logotipo de la organización por todo el cuerpo y, cuando la gente le pregunta por esos tatuajes, ella no duda en contarles cómo murió su hijo y cómo no debería haber muerto.
Lleva un registro obsesivo de cuánto dinero recauda para la causa. Se sintió decepcionada en este festival: recaudaron menos de 1.000 dólares, cuando su objetivo era el doble. Dejó caer sus hombros mientras guardaban en su camioneta las camisetas y gorras que no habían vendido.
Su marido cree que, en el fondo, para ella no se trata del dinero: ésa sólo es la forma más fácil de saber qué tanto le importa a la gente, de forma que cuando vaya a visitar a Cody al cementerio, podrá susurrarle que su muerte no fue en vano.
Lo crió como madre soltera y se casó con su marido cuando Cody era un adolescente. Era una vida dura, no tenían mucho dinero, y su hijo siempre fue inteligente y fuerte, con una gran sonrisa. Era analítico, le gustaba desarmar cosas y dilucidar cómo volver a montarlas. Se apegaba a las normas: en una ocasión vez se negó a ir a un concierto porque oyó que la gente fumaría marihuana.
A los 4 años declaró que sería “un tipo del Ejército” y nunca cambió de opinión. Ahora la gente le pregunta a Rohde, si pudiera regresar en el tiempo, ¿intentaría detenerle? Ella dice que no. Es lo que él siempre quiso.
Guarda una camiseta sin lavar que él usaba en una bolsa de plástico en el cajón de su tocador. Intenta no sacarla muy a menudo porque no quiere que pierda el olor de él. Pero cuando tiene un día especialmente malo, la sostiene.
Aparte de eso, lo único que le queda es un lote en un cementerio nacional.
Su marido la acompaña en coche, pasa un momento con ella y luego la deja sola el tiempo que necesite. A veces se queda horas, a veces no aguanta más que unos minutos.
La mañana después del festival, se puso de rodillas delante de su lápida. Tiene grabado un número, 96-314. Siempre le ha resultado fácil recordar números: puede recordar el domicilio de su infancia, los números de teléfono de sus amigos. Pero no consigue memorizar este.
Arrancó las malas hierbas alrededor de su tumba. Le contó el trabajo que ha hecho por él, que está orgullosa de él.
“Espero que estés orgulloso de mí”, le dijo Rohde. “Estamos trabajando muy duro para prevenir que nadie vaya al cielo como lo hiciste tú”.
Abrazó su lápida; dijo que lo lamentaba, y besó la fría piedra.
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(AP Foto/David Goldman)
BY CLAIRE GALOFARO